El Museo Thyssen dedica una retrospectiva a Balthus (París, 1908 – Rossinière, 2001), organizada en colaboración con la Fondation Beyeler de Basilea, que reúne un total de 47 obras. Entre ellas se encuentran algunas de las más famosas del pintor, como La calle (1933), Los hermanos Blanchard (1937) o la polémica Thérèse soñando (1938), cuya presencia en el MET ha sido cuestionada recientemente por “romantizar la sexualidad de la niña”.
Considerado como uno de los grandes artistas del siglo XX, Balthus ha pasado a la historia precisamente por obras como esta. Más allá de la controversia, encontramos a uno de los pintores más singulares y complejos de su generación.
La muestra cubre un período de unos 60 años, en los que puede apreciarse una asombrosa homogeneidad en la temática y el estilo. Hijo de una pintora y de un historiador y escenógrafo de origen polaco, Balthus creció en un ambiente culto. Desde niño estuvo rodeado de personalidades como Rilke, Bonnard o Derain, que ejercieron un papel decisivo en su manera de entender el arte. La técnica la aprendería de su madre y las largas jornadas en el Louvre, que le influyeron más que cualquier artista o corriente contemporánea. Por otro lado, pronto se convirtió en un ávido lector de Byron, Carroll, Hoffmann o Emily Brönte. Todo ello llevaría a Balthus a desarrollar una postura estética que parecía resistirse al paso de tiempo, como si hubiera descubierto el secreto desde el principio y se hubiera vuelto insensible a los ciclos y vacilaciones de cualquier artista.
Quienes le conocieron le recuerdan de hecho como un personaje anacrónico. El propio Balthus se encargó de alimentar esa imagen inventándose un linaje aristocrático y retirándose en palacios antiguos que apenas podía mantener. James Lord recuerda que al cumplir los cuarenta años empezó a hacerse llamar “señor conde” y que copiaba a los maestros antiguos no en búsqueda de soluciones nuevas sino para reafirmarse en los valores del pasado. ¿Dónde queda entonces la obra de Balthus?
Las críticas de sus primeras exposiciones lo ven como una especie de Chardin cuyos personajes se han vuelto amenazantes, una Nueva Objetividad à la Céline o un surrealismo à la Courbet, etiquetas que Balthus iba desaprobando sistemáticamente a medida que surgían. Lo cierto es que su recurso al escándalo para atacar el pudor del público o el efecto de extrañamiento de muchos de sus cuadros son actitudes propias de la vanguardia. De hecho, los surrealistas fueron de los primeros en interesarse por su obra, aunque él siempre negara cualquier relación. A pesar de ello, trabó una estrecha amistad con figuras como Miró, Giacometti, Artaud, René Char… y en muchos de sus cuadros hay sin duda un componente de angustia y de misterio, de perversidad erótica, que le acercan al surrealismo más que a cualquier otra corriente del momento.
En cualquier caso, Balthus ha terminado siendo conocido por su dedicación obsesiva por un mismo tema, el de las modelos adolescentes. Las retrató en todo tipo de posturas, adormecidas, en momentos de tedio o ensimismamiento, evocando una realidad que oscila entre el mundo de la infancia y la ambigua consciencia erótica de la pubertad. Junto a la presencia del cuerpo, la luz es otra constante que le sirve para reforzar este carácter indeterminado de las escenas, algunas veces atemporales, renacentistas, y otras veces propias de los libros de Sade.
Balthus terminará defendiendo sus aspiraciones con un cierto romanticismo, tal vez a la búsqueda de un lugar propio en la tradición occidental del retrato femenino. Sin embargo, como en las obras de Courbet, la evidencia nos habla del mundo material, de la naturaleza, del deseo, y de una realidad que en el caso de Balthus aparece siempre de una manera un tanto maléfica.
Balthus
Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid.
Del 19 de febrero al 26 de mayo de 2019.